Conchita dibuja en el papel barcos que nunca sabrá que son invasores cartagineses. En la desidia de dibujar una costa los deja sin destino, sin propósito en aquél día que había presagiado olor a ruinas, a monumentos en fuego. Conchita ha criado una hueste que le suplica inmóvil una ciudad para quemar, un cobarde faro -apagado súbitamente- que los haga finalmente tensar los dedos en la empuñadura y apretar los dientes sanos a bordo de las embarcaciones. La niña no tiene en mente peleíllas. Dibuja un sol cenital, una nube con cara. El pasado de su pueblo y de su propio destino muta desesperado ante esta mano de siete años que se niega a inventar la sangre.
A espaldas de la criatura, las paredes vibran, el acento en la voz de sus padres cambia, las historias de los hombres de su tierra no saben a qué rostros representar. Conchita termina el dibujo y corre a pegarlo en el refrigerador. Afuera los elementos la odian: con una ira fuera de lo normal fraguan un plan negro que se cumplirá hoy cuando la niña duerma.
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